Es una travesura
plasmar con betún
el brillo de cada renglón.
Me siento más quieta
con los tintes sobre la mesa;
es el turno de ellos,
me lo dicen los banquillos
acomodados en las esquinas
y los muchachos y señores
que me preguntan con insistencia
-¿señorita, le lustro los zapatos?
Recién con esta interrogación
pude darme cuenta
que el cepillo por mis zapatos
no había pasado.
No es mala propuesta
sentarme a leer el periódico,
mientras el betunero con su franela
me deja el calzado como nuevo.
Los lustrabotas han bajado
su mirada a nuestros pies
y nuestros pies han subido
a sus cajones.
Con apodos o sin ellos,
todos son conocidos
y madrugadores,
pues hay que ganarle tiempo
al trabajo en oficina.
En la Santa Rosa
pasan Don José, ‘Chavito’
y muchos otros,
libres para empezar
y terminar su jornada laboral,
una libertad que no se interna
por ocho horas en un edificio.
A los que pasamos allá
ni siquiera la gente nos ve,
porque el cemento y los vidrios
nos hacen invisibles
y solo somos para los demás
un objeto de admiración
por cada piso que nos coloca
hasta arriba.
Buen día ingenieros de la higiene
del calzado.
-¡Qué Dios le bendiga señorita!,
es su respuesta.
Entre oficio y oficio
no hay enorme diferencia,
los propósitos son los mismos,
satisfacernos los unos a los otros,
sacar la mugre para dejar
lucir los renglones de esta vida.
Artículo: Tatiana Sandoval
Fotografía: Tatiana Sandoval
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